El 20 de marzo se celebra el “Día Internacional de la Felicidad“. Se trata de una iniciativa de las Naciones Unidas para resaltar la importancia de la felicidad en la vida de todos los seres humanos.
La pregunta obligada es ¿para qué sirve el mencionado “día internacional”? Me parece que ocurre algo parecido a lo generado por el “Día de la Mujer”, “del Medio Ambiente”, “del Niño” y un larguísimo etcétera. Pienso que tales conmemoraciones son un buen pretexto para reflexionar sobre el tema y que difícilmente cambiarán algo a menos de que en verdad tomemos decisiones diferentes. El día que no exista “el día” de ese tema, lo habremos superado.
En otras palabras, y tratándose específicamente de la Felicidad, su Día Internacional implica recordar el infinito de personas que lo son todo, menos felices: quienes viven en una guerra, con una enfermedad incurable, en la pobreza, en soledad, con miedo.
Muchas de las notas publicadas sobre el tema nos llevan a ubicar como el “país más feliz” a Noruega. Si bien no le resto mérito a sus excelentes condiciones de vida y la belleza de sus auroras boreales, me atrevo a pensar que incluso algunos podrían ser de lo más infelices en ese sitio.
Estoy convencida de que la felicidad es una actitud ante la vida. Claro que debe ser verdaderamente retador tomar esa actitud cuando se ha perdido todo o cuando el desastre y la tragedia están a la vuelta de la esquina. Sin embargo, en el otro extremo tenemos a quienes sin estar viviendo en un contexto extremadamente árido se sienten profundamente infelices.
Entonces ¿dónde está la felicidad? Seguramente para muchos está en Noruega. Para mi, está en casa y eso puede ser en cualquier sitio, porque el hogar está dentro de mi.